La tercera ola post golpe
por Eugenio Tironi
La Tercera (16 Enero 2006)
Después de los resultados de las elecciones parlamentarias, con la Concertación alcanzando un resultado récord y el ascenso en el seno de ésta del llamado polo progresista y de los parlamentarios más críticos a la “democracia de los acuerdos”, se ha hablado de una “izquierdización” del escenario político. Esto es real, y se vería confirmado con la opción de la ciudadanía por Michelle Bachelet. Pero el fenómeno va más allá. Si se observan los contenidos de la campaña se verá que, en los dos candidatos, la promesa de una mayor protección social desalojó a la oferta de crecimiento económico. Si en los ’90 la novedad estuvo en una Concertación que asumía como propia la empresa y el mercado, ahora estuvo en una Alianza asumiendo como propia la bandera de la equidad y de la lucha contra la desigualdad, hasta hace poco un tema tabú. El mismo “modelo económico” es cuestionado, y nada menos que desde el mundo empresarial. El paso de un Lavín a un liderazgo más centrista, como el de Piñera, es expresión del mismo fenómeno.
Lo que tenemos, en rigor, no es una “izquierdización” de la Concertación ni del cuadro político. Estos son los síntomas. Lo que hay es un deslizamiento geológico del país, con una sociedad que impone su agenda sobre la política y la economía.
En el futuro, cuando un historiador se proponga evaluar lo que ocurrió en Chile desde el golpe de 1973, probablemente identificará sólo tres grandes rupturas.
Es lo que podríamos llamar la ruptura con el orden económico burocrático; un orden cerrado al exterior que tenía como centro el Estado y como vehículos de movilidad social a los partidos políticos, los sindicatos y los gremios, y que concitó por décadas el respaldo de la izquierda, del centro y de la derecha. El gran protagonista de esta ruptura fue Pinochet.
La segunda gran ruptura fue de tipo político, y tuvo lugar entre 1988 y 1990. Me refiero al quiebre del orden político autoritario, que en nuestro caso tomó una forma pacífica, institucional, negociada, lo que permitió instaurar una democracia basada en los acuerdos y legitimar los principios económicos instaurados en la ruptura anterior. Quien simboliza este quiebre es, sin duda, Patricio Aylwin. No obstante hay que destacar el rol de Joaquín Lavín, quien quebró el vínculo carnal de la derecha con Pinochet y levantó una alternativa competitiva en la arena democrática. Lavín introduce además la novedad de apelar a los electores como si fueran consumidores, con lo cual la política chilena cambia para siempre: sin este precedente, no habría emergido -por ejemplo- una figura como la de Michelle Bachelet.
Ahora bien, la tercera ruptura es la que Chile ha vivido desde el 2000. Es lo que podríamos llamar el quiebre de un orden oligárquico-conservador, con la irrupción de las masas en todos los planos imaginables. El gran promotor de esta ruptura es Ricardo Lagos, y el símbolo su decisión de abrir las puertas de La Moneda.
Las elites políticas, económicas, militares, espirituales, que gozaban de inmunidad ante el escrutinio público, han sido enjuiciadas como nunca antes. Han salido a la luz la corrupción en el Estado, de la pedofilia en la Iglesia, del autoritarismo y la discriminación en el Ejército, de la tortura después del 73, entre muchos otros.
La clase política también se renueva. Figuras jóvenes, con identidad popular y regional, desplazan a la aristocracia política de la transición, y las lógicas partidistas imponen su ley sobre el espíritu de coalición.
Contrariando a Margaret Thatcher, quien dijo que la sociedad no existía, que sólo había individuos y familias, hoy se hace evidente en Chile que la sociedad sí existe; y con ella la memoria, la identidad, la solidaridad, la cooperación, la comunidad. Hay un quiebre con el economicismo y el individualismo liberal, y su noción que todo reposa en la economía y en la conducta de un individuo racional. Ahora todos somos socialdemócratas. Es la herencia de Lagos.