elpais. El
ex presidente de la Fed se opuso a regular los derivados durante su mandato
Peter S. Goodman
“No es sólo que cada
institución financiera se haya vuelto menos vulnerable a las sacudidas
provocadas por los factores subyacentes de riesgo, sino que, además, el sistema
financiero en su conjunto se ha vuelto más resistente”, dijo Alan Greenspan
en 2004.
George
Soros evita el uso de los contratos financieros conocidos por el nombre de
derivados. “No entendemos realmente cómo funcionan”, sentencia el
famoso financiero. Felix G. Rohatyn, el banquero de inversión que salvó a Nueva
York de la catástrofe financiera en la década de los setenta, calificó a los
derivados de “bombas de hidrógeno” en potencia. Y, como si de un
oráculo se tratara, Warren E. Buffett comentó hace cinco años que los derivados
eran “armas financieras de destrucción masiva que entrañaban peligros que,
aunque ahora estén latentes, pueden llegar a ser mortíferos”.
No
obstante, una figura eminente del mundo de las finanzas pensó lo contrario
durante mucho tiempo. Y su opinión dominaba los debates sobre la regulación y
el uso de los derivados, contratos exóticos que prometían proteger a los
inversores de las pérdidas, lo cual estimuló prácticas más arriesgadas que
desencadenaron la crisis financiera. Durante más de una década, el ex presidente
de la Reserva Federal Alan Greenspan ha manifestado tajantemente su oposición
siempre que los derivados se sometían a examen. “Lo que hemos visto a lo
largo de los años en el mercado es que los derivados han sido un vehículo
extraordinariamente útil para transferir el riesgo de las personas que no
deberían asumirlo a aquellas que están dispuestas y son capaces de
hacerlo”, afirmó Greenspan ante el Comité de Banca del Senado de Estados
Unidos en 2003. “Sería un error” [regular estos contratos de una forma
más estricta], añadió.
Hoy,
con el mundo atrapado en una tormenta económica que Greenspan describió hace
poco como “el tipo de crisis financiera desgarradora que se produce sólo
una vez cada siglo”, su fe en los derivados sigue siendo inquebrantable.
Para
él, el problema no es que fallaran los contratos, sino que la gente que los
utilizaba se volvió avariciosa. La falta de integridad ha sido el detonante de
la crisis, sostenía hace una semana en un discurso en la Universidad de
Georgetown. Insinuaba que los que traficaban con derivados no eran tan de fiar
como “el farmacéutico que prepara la receta que nos ha mandado el
médico”.
Otras
personas, en cambio, tienen una opinión completamente distinta de cómo se
fueron desarrollando los mercados globales y del papel que desempeñó Greenspan
a la hora de sembrar el caos actual. “Está claro que los derivados son un
punto central de la crisis y él era uno de los principales defensores de la
liberalización de los derivados”, asegura Frank Partnoy, catedrático de
derecho de la Universidad de San Diego y experto en regulación financiera.
El
mercado de derivados tiene hoy un valor de unos 390 billones de euros, casi
cinco veces más que hace seis años. En teoría, estaban destinados a limitar el
riesgo y evitar los problemas financieros. En la práctica, han agudizado la
inseguridad y han extendido el riesgo, además de sembrar dudas en torno a cómo
los evalúan las empresas.
Si
Greenspan hubiera actuado de forma distinta durante su presidencia de la
Reserva Federal (Fed) desde 1987 hasta 2006, la crisis actual se podría haber
evitado o mitigado, en opinión de muchos economistas. A lo largo de los años,
él contribuyó a hacer posible un ambicioso experimento estadounidense que
consistía en dar rienda suelta a las fuerzas del mercado. Ahora el país se
enfrenta a las consecuencias.
Los
derivados se crearon para suavizar -en la jerga de Wall Street,
“cubrir”- las pérdidas de las inversiones. Por ejemplo, algunos de
los contratos protegen a tenedores de deuda frente a pérdidas de valores
hipotecarios. Muchos individuos poseen un derivado común: el contrato del
seguro de su hogar.
A
otra escala más grande, estos contratos proporcionan a las empresas y a las
corporaciones financieras la posibilidad de asumir riesgos más complejos que, de
lo contrario, podrían evitar, como por ejemplo, emitir más hipotecas o deuda
empresarial. Y con los contratos se puede comerciar, lo que limita aún más el
riesgo, pero también incrementa el número de partes expuestas si surgen
problemas.
A
lo largo de los años noventa, algunas personas opinaban que los derivados se
habían vuelto tan vastos, interconectados e inescrutables que requerían una
supervisión federal para proteger el sistema financiero. En reuniones con
responsables federales, célebres apariciones en el Capitolio y discursos ante
un público muy numeroso, Greenspan expresaba su confianza en la buena voluntad
de Wall Street a la hora de autorregularse cuando esquivaba las restricciones.
Desde
que el sector inmobiliario empezara a venirse abajo, el historial de Greenspan
se ha visto sometido a una revisión. Economistas de todo el espectro ideológico
han criticado su decisión de permitir que el mercado inmobiliario del país
siguiera creciendo gracias al crédito barato, cortesía de los bajos tipos de interés,
en lugar de acabar con las subidas de los precios con tipos más elevados. Otros
han criticado a Greenspan por no meter en vereda a las instituciones que
prestaron dinero de forma tan indiscriminada.
Independientemente
de lo que la historia acabe diciendo sobre estas decisiones, puede que el
legado de Greenspan se base en última instancia en un fenómeno más arraigado y
mucho menos examinado: el espectacular boom y el calamitoso descalabro del
comercio de derivados.
Algunos
analistas aseguran que es injusto culpar a Greenspan de que la crisis se haya
extendido tanto. “La idea de que Greenspan podría haber generado un
desenlace completamente distinto es ingenua”, comenta Robert R. Hall, un
economista de la conservadora Hoover Institution, un grupo de investigación de
Stanford.
Greenspan
rechazó las peticiones de mantener una entrevista. Su portavoz dirigió las
preguntas sobre su historial a su autobiografía, La era de las turbulencias, en
la que describe en detalle sus convicciones. “Parece superfluo limitar las
transacciones con algunos de los derivados más recientes y otros innovadores
contratos financieros de la última década”, escribe Greenspan. “Los
peores han fracasado; los inversores han dejado de financiarlos y no es
probable que vayan a hacerlo en el futuro”.
En
su discurso en Georgetown no quiso mencionar la regulación y describió las
turbulencias financieras como una falta de honradez en el comportamiento de
Wall Street. “En un sistema de mercado basado en la confianza, la
reputación tiene un valor económico significativo”, dijo Greenspan al
público. “Por consiguiente, me preocupa lo mucho que hemos dejado de
preocuparnos por la reputación en los últimos años”.
Como
presidente de la Reserva Federal durante mucho tiempo, el estratega económico
más poderoso del país, Greenspan abogó por los poderes ilimitados y creadores
de riqueza del mercado. Libertario confeso, entre sus influencias formativas
incluía a la novelista Ayn Rand, que retrató el poder colectivo como una fuerza
maligna contrapuesta al interés ilustrado de los individuos. Por su parte, el
ex presidente de la Fed demostró una fe inquebrantable en que los que
participaran en los mercados financieros actuarían de forma responsable.
Tras
examinar más de dos décadas del historial de Greenspan sobre la regulación
financiera y sobre derivados, queda claro hasta qué punto subordinó la salud de
la economía del país a esa fe. Cuando el mercado naciente de derivados se
estableció a principios de los años noventa, sus detractores denunciaron la
ausencia de normas que obligaran a las instituciones a revelar su situación y a
apartar fondos como una reserva para protegerse de las malas apuestas.
Una
y otra vez, Greenspan -figura adorada a la que se apodaba El Oráculo- proclamó
que los mercados podían manejar los riesgos. “Él y varios responsables del
Tesoro rechazaban por sistema las propuestas para imponer una regulación por
minimalista que fuera”, recuerda Alan S. Blinder, ex miembro del consejo
de la Reserva Federal y economista de la Universidad de Princeton. “Mi
recuerdo de él es que no hacia más que corear en favor de los derivados”.
Arthur
Levitt Jr., ex presidente de la Comisión de Valores e Intercambios
estadounidense, explica que Greenspan se oponía a regular los derivados por su
desdén básico hacia el Gobierno. Levitt señala que la autoridad y los
conocimientos sobre las finanzas globales de El Oráculo convencieron una y otra
vez a los legisladores menos versados en finanzas de que siguieran el camino
que marcaba. “Siempre tuve la sensación de que los titanes de nuestra
asamblea legislativa no querían revelar su propia incapacidad para comprender
algunos de los conceptos que presentaba Greenspan”, añade Levitt. “No
recuerdo que alguien preguntara: ‘¿A qué te refieres con eso, Alan?”.
No
obstante, algunos sí que hicieron preguntas. En 1992, Edward J. Markey, un
demócrata de Massachusetts que dirigió el subcomité de la Cámara de
Representantes sobre telecomunicaciones y finanzas, solicitó a lo que entonces
era la Oficina General de Contabilidad que estudiara los riesgos de los
derivados. Dos años después, esta oficina publicó su informe, en el que
identificaba “lagunas y flaquezas significativas” en la supervisión
reguladora de los derivados.
“El
fracaso repentino o la retirada brusca de cualquiera de estos importantes
agentes de Estados Unidos podría provocar problemas de liquidez en los mercados
y, además, presentar riesgos para otras personas, como bancos asegurados a
nivel federal y el sistema financiero en su conjunto”, afirmó Charles A.
Bowsher, jefe de la oficina de cuentas, cuando testificó ante el comité de
Markey en 1994. “En algunos casos la intervención ha tenido y podría tener
como consecuencia un rescate financiero pagado o garantizado por los
contribuyentes”.
En
su testimonio de aquella época, Greenspan se mostró tranquilizador: “Los
riesgos en los mercados financieros, incluidos los mercados de los derivados,
los están regulando las partes privadas”. Advirtió que los derivados
podrían amplificar las crisis porque vinculaban las fortunas de muchas
instituciones aparentemente independientes. “La propia eficacia que esto
implica significa que, en el caso de que surgiera una crisis, ésta se
transmitiría a un ritmo mucho más rápido y con una virulencia mucho
mayor”, comentó. Pero calificó dicha posibilidad de “extremadamente
remota”. Y añadió: “El riesgo es parte de la vida”.
Ese
mismo año, Markey presentó una ley que estipulaba una mayor regulación de los
derivados. Nunca se llegó a aprobar.
En
1997, la Comisión de Negociación de Futuros de Materias Primas, una agencia que
regula las operaciones bursátiles con opciones y futuros, empezó a explorar la
regulación de los derivados. La comisión, que por aquel entonces estaba
dirigida por una abogada llamada Brooksley E. Born, pidió que le enviaran
comentarios sobre cuál era la mejor forma de supervisar ciertos derivados.
Born
estaba preocupada por el hecho de que las transacciones sin trabas y opacas
pudieran “amenazar nuestros mercados regulados o, de hecho, nuestra
economía sin que ninguna agencia federal supiera nada al respecto”,
manifestó en una vista ante el Congreso. Hizo un llamamiento por una mayor
transparencia de las operaciones bursátiles y para crear reservas a fin de
protegerse frente a las pérdidas.
La
opinión de esta letrada suscitó una firme oposición por parte de Greenspan y de
Robert E. Rubin, el secretario del Tesoro entonces. Los abogados del Tesoro
concluyeron que el mero debate sobre las nuevas normativas amenazaba el mercado
de derivados. Greenspan advirtió de que unas normativas excesivas perjudicarían
a Wall Street e inducirían a los agentes de Bolsa a llevarse su negocio al
extranjero.
“Él
le dijo a Brooksley que básicamente no sabía qué estaba haciendo y que iba a
provocar una crisis financiera”, cuenta Michael Greenberger, que era
director jefe de la comisión. “Brooksley era una mujer que no jugaba al
tenis con esta gente ni comía con ellos. En parte daba la impresión de que esta
mujer no pertenecía a Wall Street”.
Born
no quiso hacer comentarios. Rubin, que ahora es uno de los principales
directivos del Citigroup, asegura que estaba a favor de regular los derivados
-en especial, incrementando las reservas frente a posibles pérdidas- pero que
no vio la forma de hacerlo cuando estuvo al frente del Tesoro. “Todas las
fuerzas del sistema estaban alineadas en contra”, asegura. “Desde
luego, el sector no quería que se incrementaran estos requisitos. No había
posibilidades de movilizar a la opinión pública”.
Greenberger
afirma que el clima político habría sido distinto si Rubin hubiera pedido más
regulación. A principios de 1998, el segundo de Rubin, Lawrence H. Summers,
llamó a Born y la castigó por dar pasos que, según él, iban a desencadenar una
crisis financiera, de acuerdo con las afirmaciones de Greenberger. Summers dice
que no se acuerda de haber mantenido dicha conversación, pero estaba de acuerdo
con Greenspan y con Rubin en que la proposición de Born era “muy
problemática”.
El
21 de abril de 1998, las autoridades financieras federales se reunieron en el
Tesoro en una sala de conferencias forrada de madera para debatir la propuesta
de Born. Rubin y Greenspan le imploraron que reconsiderara su opinión, según
Greenberger y Levitt. Ella siguió adelante.
El
5 de junio de 1998, Greenspan, Rubin y Levitt pidieron al Congreso que evitara
que Born actuara antes de que los reguladores más experimentados hubieran
presentado sus recomendaciones. Levitt afirma que ahora se arrepiente de la
decisión. Greenspan y Rubin estaban “juntos en esto”, añade. “No
cabe duda de que se oponían a ello y me convencieron de que sembraría el
caos”, concluye.
Born
no tardó en conseguir un ejemplo. En otoño de 1998, el fondo de cobertura Long
Term Capital Management estuvo a punto de quebrar arrastrado por apuestas
catastróficas con derivados, entre otras cosas. Más de una docena de bancos
hicieron un fondo común de unos 2,7 millones de euros para un rescate privado
que evitara que el fondo entrara en bancarrota y pusiera en peligro a otras
empresas.
A
pesar de este suceso, el Congreso congeló la autoridad reguladora de la
Comisión de Negociación de Futuros de Materias Primas (CFTC, en sus siglas en
inglés) durante seis meses. Al año siguiente, Born se marchó. En noviembre de
1999, las autoridades reguladoras, incluidos Greenspan y Rubin, recomendaron
que el Congreso retirara a la CFTC de forma permanente su autoridad reguladora
sobre los derivados.
Greenspan,
según los legisladores, utilizó entonces su prestigio para asegurarse de que el
Congreso hacía lo que él quería. “A Alan le tenían en mucha estima”,
explica Jim Leach, un republicano de Iowa que dirigía el Comité Bancario y de
Servicios Financieros de la Cámara de Representantes por aquella época.
“Tienes un ámbito de criterio en el que los miembros del Congreso carecen
por completo de experiencia”.
A
medida que el mercado seguía avanzando a toda marcha a lomos de un histórico
mercado alcista, la opinión preponderante era que los tiempos de vacas gordas
eran obra, en gran parte, de la mano firme de Greenspan al timón de la Reserva
Federal. “Pasarás a la historia como el mejor presidente del Banco de la
Reserva Federal”, dijo el senador Phil Gramm, el republicano de Tejas que
presidió el Comité Bancario del Senado cuando Greenspan apareció por allí en
febrero de 1999.
Las
credenciales y la confianza del predecesor de Ben Bernanke, actual presidente
de la Fed, reafirmaron su reputación. Esto le ayudó a convencer al Congreso
para que revocara leyes de la época de la Depresión que separaban la banca
comercial y la de inversión para reducir el riesgo general en el sistema
financiero. “Tenía una forma de hablar que te hacía creer que sabía
exactamente de qué estaba hablando en todo momento”, asegura Tom Harkin,
senador demócrata de Iowa. “Era capaz de decir cosas de una manera que
hacía que la gente no quisiera hacerle ninguna pregunta, como si lo supiera
todo. Él era El Oráculo y, ¿quién eras tú para ponerle en duda?”.
En
2000, Harkin preguntó qué pasaría si el Congreso debilitaba la autoridad de la
CFTC. Greenspan aseguró que se podía confiar en Wall Street. “Podemos
tener grandes cantidades de regulación y les garantizo que nada irá mal, pero
nada irá bien”, explicó.
Ese
mismo año, en una vista del Congreso sobre el auge de las fusiones, sostuvo que
Wall Street había domado al riesgo. “Con un aumento semejante de la
concentración de la riqueza, ¿no le preocupa que, si una de estas enormes
instituciones fracasa, esto vaya a tener un impacto tremendo sobre la economía
nacional y mundial?”, le preguntó Bernard Sanders, representante
independiente de Vermont. Greenspan replicó: “No. Creo que el crecimiento
general de las grandes instituciones ha tenido lugar en el contexto de una
estructura subyacente de mercados en la que muchos de los riesgos principales
están drásticamente, o debería decir completamente, cubiertos”.
La
Cámara de Representantes aprobó por inmensa mayoría la ley que mantuvo los
derivados al margen de la supervisión de la CFTC. El senador Gramm insertó una
cláusula adicional que limitaba la autoridad de esta comisión a una ley de
apropiaciones de 11.000 páginas. El Senado la aprobó, y el presidente Clinton
la ratificó.
Aun
así, los inversores espabilados como Buffett siguieron haciendo resonar las
alarmas sobre los derivados, del mismo modo que lo hizo en 2003, en su carta
anual a los accionistas de su empresa, Berkshire Hathaway. “Grandes
cantidades de riesgo, sobre todo riesgo crediticio, han pasado a estar
concentradas en manos de un número relativamente reducido de agentes de
derivados. Los problemas de uno podrían infectar rápidamente a otros”,
escribió.
Pero
seguía habiendo operaciones. Cuando Greenspan empezó a oír hablar de la burbuja
inmobiliaria, hizo caso omiso de la amenaza. Wall Street estaba usando los
derivados, comentó en un discurso de 2004, para compartir los riesgos con otras
empresas.
Desde
entonces, el riesgo compartido ha pasado de ser una fuente de comodidad a ser
un virus. A medida que la crisis inmobiliaria creció y las hipotecas dejaron de
pagarse, los derivados magnificaron la crisis.
El
cataclismo en Wall Street que se ha llevado por delante a empresas como Bear
Stearns y Lehman Brohters y ha puesto en peligro al gigante asegurador American
International Group se ha visto acelerado por el hecho de que tanto ellos como
sus clientes estaban vinculados por los derivados. En los últimos meses, a
medida que la crisis financiera ha ido tomando impulso, las apariciones
públicas de Greenspan se han vuelto cada vez más poco frecuentes.
Sus
memorias se publicaron a mediados de 2007. Empezaba a conocerse el desastre, y
su gira para promocionar el libro se convirtió en un referéndum sobre sus
políticas.
Cuando
apareció este año la versión de bolsillo, Greenspan escribió un epílogo que
ofrece una refutación, si se le puede llamar así. “La gestión del riesgo
nunca puede alcanzar la perfección”, escribe. Los malos, comenta, son los
banqueros, por cuyo interés individual había apostado en otra época.
“Apostaron a que podrían seguir aumentando sus posiciones de riesgo y, aun
así, venderlas antes del diluvio”, continúa, “la mayoría de ellos
estaban equivocados. Los Gobiernos y los bancos centrales no podrían haber
alterado el curso del boom”. –